lunes, 19 de diciembre de 2011

Los Nuevos "Hijos del Reyno"




A VECES el cuestionamiento de la pregunta por el pasado me resulta necesaria e incluso he llegado a cuestionar la utilidad analítica de interesarme por un periodo como el de la colonia. La razón por la que lo escogí en un principio, mi interés por éste en épocas del pregrado, nació de una simple y llana intuición, perceptible en la vida diaria de nuestra actual nación (o proto-nación?). La intuición se basaba en la sencilla observación de lo que parecía ser la continuidad incesante de la sociedad tradicional, el mecanismo integrador de sus relaciones sociales y la conservación de las llamadas en otrora mentalidades y su resistencia a desaparecer. Era sobre todo eso, que muchos señalaron pero casi nadie desarrolló con trabajos serios, como la “permanencia hispánica”, un término que ahora puede ser cuestionado, pero que reflejaba con razón una preocupación que se empezó a traer en la boca de los primeros intentos de reescritura de la historia colombiana. Esta introducción puede ser irrelevante y hasta pretenciosa, pero a lo que voy, es que aún hoy, todavía me sorprende la cantidad de analogías (también siempre muy cuestionables) que se pueden hacer con nuestro pasado colonial, y que se pueden “chantar” a la mayoría de las actitudes de un sinnúmero de gente de la vida nacional. El país rural que conocemos, el país desgraciado y empobrecido, a final de cuentas no ha cambiado mucho desde el siglo XIX (a la vez el siglo XIX es el conductor cultural de un orden social que proviene de las condiciones coloniales). Han cambiado múltiples estructuras, sobre todo las económicas, e incluso las formas de violencia, pero aquellas que sostienen el orden cultural más bien poco.   En esta ocasión me gustaría referirme con la ligereza repentista que me permite este blog, al asunto particular del empobrecido mundillo intelectual de las elites colombianas. En un estatuto de un colegio en el siglo XVII se leía que quién tuviera derecho a entrar al colegio seminario (las universidades de aquél tiempo)  debería probar su origen, ser vecino de la ciudad, ser blanco (o para menos problema tener comprado un título de blancura) en lo posible tener casa con solar, y ser de buenas costumbres, cristiano probo, no tener costumbres “profanas” (de indios o de negro) y jurar defender la filosofía, dependiendo del colegio, de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o cualquier otro filósofo según la órden.

Bien probada fue la observación según la cual, las corporaciones del saber (noción que utilizó Renán Silva para reemplazar el término de universidad colonial) configuraron una elite intelectual, que más adelante fue la base sobre la cual se creo una elite ilustrada y por ende una asociación que controlaba y seguía reservándose para sí, pese a los ideales de educación pública, libertad de conciencia, de la ilustración en tiempos de la independencia, el flujo de los saberes, el acceso a la educación, y el control social de los mecanismos que unían a esas corporaciones con el aseguramiento del orden social político y económico. Esto no prosperaba gracias a una suerte de mecanismo simple con el que pudiera verse la interpretación de cierta clase de marxismos sobre este tipo de fenómenos. Para ello había otras formas sociales que ayudaban a mantener el orden de las jerarquizaciones, formas que un principio, y por no darle mucho crédito a términos como el de “mentalidad colectiva”, fueron fruto de un pacto social real, claramente definible, de los grupos que con ciertos ideales y preocupaciones de no descender en la escala social, se empeñaron en mantenerse como impulsores de la “verdad” en una nación analfabeta.  Generaciones de empobrecidos del siglo XIX, nuevos ricos, y antiguos aristócratas criollos, ahora ilustrados republicanos, se empeñaron en detentar no sólo el necesario poder político, sino también el poder intelectual, el derecho a referirse, a pronunciarse, a controlar las universidades, a traer los discursos de moda, a repartirse los cargos culturales y sin querer queriendo como ellos hacen, a no revolver las peras con las manzanas, no revolver la instrucción pública  con la educación privada medio siglo después. Y sobre todo a seguir dejando en manos de los ya no tan católicos jesuítas y demás ordenes el control privado de la educación al mismo tiempo que sus descendientes fundaban proyectos “liberales” de educación privada (un verdadero oxímoron).  Como en tiempos coloniales la gran lectio y disputatio del conocimiento sublime, el acceso al “conocimiento útil” así sea por demás inútil, pertenece a aquellos sujetos que en la cadena de asociaciones y amiguismos pertencen sobre todo al club de los “vecinos”. Nuestros “vecinos” mucho más tarde son los que publican opiniones en los periódicos, hacen revistas ultra snob y escriben  tesis doctorales sin ninguna trascendencia académica en las universidades gringas (que son nuestros nuevos Santo Tomás y San Agustín, nuevos anhelos de imitar los discursos de un imperio que pasó de ser el español al norteamericano).  Otro de los elementos que básicamente sostenía esa específica relación entre conocimiento y poder que se daba a través de aquellas corporaciones y asociaciones era precisamente la base tradicional de la sociedad. El “culto” al sabio, a la relación entre saber y doctrina, reforzada por la relación de una imagen sacerdotal del saber (hoy nuestra sociedad todavía es bastante católica sin que existan todos los “practicantes” juiciosos de antaño) desde épocas coloniales ya se traducía en hechos sociales concretos como el del acto público del desfile, un espectáculo ornamental y estamentario en el que concurrían distintos niveles de la sociedad, además de las graduaciones, y el desfile de colegiales, ocasiones que eran aprovechadas para reforzar la distancia social. Parte de la cultura de la ostentación de este y más rituales, era la de la ostentación retórica y polifónica consistente en citar la mayor cantidad de autores griegos, latinos y cristianos que se pudiera sobre ciertas normas retóricas.  Otro elemento es el de la aspiración social, el deseo de ascenso social o el temor de descenso social asociada con la erudición.  No son los letrados los que por sí mismos se consolidan sino que también es la misma gente del común la que aprueba y ve con buenos ojos que los “sabios” privilegiados sean los que tengan la última palabra aunque la mayoría de las veces se equivoquen, se desfasen y además no hagan casi nada, ni estudien en serio casi nada en la mayoría de los casos.  El toderismo ramplón, herencia de una cultura que asociaba la erudición con la autoridad, es el común denominador de nuestros ilustrados viejos y modernos   . Aunque hoy a Rafael Gutiérrez Girardot se le pueden endilgar un poco más de un par de imprecisiones históricas y más deliciosa ironía que agudeza en ciertos aspectos de sus observaciones tangenciales sobre la historia de las elites letradas en Colombia, pienso que tenía toda la razón al referirse a éstas como promotoras de los discursos de simulación más que el de crítica y de revisión intelectual en un plano de consolidación de una tradición que produzca verdaderos aportes intelectuales y no los mismos de la cultura de viñeta (como en los años 50’s)  la novela light y las revistas culturales nacidas de un simple hobbie de la juventud, en épocas donde dedicarse a la literatura era otra rebeldía a la moda de los niños bien. Sean las proto-novelas históricas de William Ospina, las gaseosas y lunares interpretaciones de las crisis nacionales hechas por Blogoeconomía (los economistas de los andes, dentro del Truth-blog de Juanita) las columnas llenas de citas con olor a chiclets Adams de Alejandro Gaviria, los repentismos adolescentes de Carolina Sanín, la prístina cultura neoyorquina de Andrés Hoyos Restrepo, las bravuconadas grasientas de Daniel Samper Ospina, y la lista puede continuar; ellos son la muestra del tipo de reconocimiento al que muchos aspiran y los modelos sobre los que descanza nuestro ideal “postmoderno” (y fijénse lo anacrónicos que son) de gente “culta”.

Mientras todos nuestros ilustrados de la esfera pública nos convencen de que sus hobbies son algo importantísimo y con trascendencia en la comunidad académica internacional, seguimos convencidos de que su amor a la verdad y sus buenos y malos chistes son la prueba de que en Colombia abundan los intelectuales. Incluso nos vamos a comer el cuento de que ellos representan a la “burguesía” letrada (cuando la mayoría de ellos provienen de familias que hicieron la plata hasta la generación anterior, o son de descendencia gamonal) y por eso se les puede perdonar ciertas insutilezas frívolas cuando se refieren a la “chusma” en términos graciosos; qué se le puede hacer, si ellos nacieron en la cuna del oro. Seguiremos convencidos de que citar al último escritor hindú que nadie conoce, es prueba fehaciente de su rigor y loabilidad. También nos convencerán de que Marx pasó de moda, que a la final todo lo que no suene a nuevo, suena como a “mamerto” y que basta con hacer algunas “lecturas paradógicas” de la realidad para contribuir a que los niveles de ignorancia se reduzcan a sus justas proporciones.  En los estatutos de aquél colegio seminario se dejaba en claro que la finalidad de la educación era preparar a los futuros “hijos del reino” destinados a seguir el plan que Dios tenía para el imperio español. Ellos, los nuevos “hijos del reino” a su manera siguen comprando sus títulos de nobleza, siguen peleando como niños por el puesto en la iglesia (hoy en el club) por la visibilidad en el desfile, haciendo lo posible por ir a saludar con alabanzas al oidor de turno mientras en la esfera pública se le critica, mendigando las pautas a cualquier “viejo cacreco”, que, siendo el verdadero hombre de importancia y en casi todos los casos el mecenas (está bien mi chino, te compro la pautica en tu revista), se ríe con holganza, viendo cómo sus opinadores por puro honor a la verdad, le ocultan todas sus cagadas. Tanto unos como otros, los que aspiran a ser como ellos, como los que ya pertenecen a las distintas asociaciones sacerdotales dedicadas a encontrarse para elogiarse mutuamente, permiten el ethos de las formas de chamanismo y culto a la inferioridad, los dos por igual al sentirse frustrados por ser desestimados por quienes consideran sus modelos a seguir, generando un circulo vicioso sólo comparable a la dinámica de la autoregulación social a través del rumor y el chisme en la colonia. En los saloncitos de la pedantería con olor a listerine ya no necesitan ocultar su gusto por las formas modernas de manumision, y son sin duda nuestros dignos representantes de la parroquia a la que ellos llaman país y de la que creen también son dueños, con poca capacidad para asombrarse con la ciencia, y mucha de sobra para asombrarse con los espejos.  

miércoles, 19 de octubre de 2011

Machetes Meridianos: Los "Brothers" de la Tigra en Jazz al Parque




DECIR que “me encanta el Jazz” es algo que no dice nada, pero al menos es un indicador inicial de obsesión, esto es, lo que lleva a muchos a persistir en el momento inicial del fetichismo y al menos llevarlo un poco más allá del “me gusta” (i-like como en el Facebook). Tal vez siempre me gustó sin saberlo hasta encontrarlo. La razón: ese tipo de encuentro instantáneo y por demás incomprensible (o tal vez si muy comprensible, quitémole el misticismo) que sucede con ese poder magnético que por alguna razón interactúa con la sangre y la hace vibrar. Mi primer álbum completo conocido y oído con devoción fue Ella And Louis Again (1957) (grabado de la radio) en épocas de pre-adolescente y en las que de manera fácil y un tanto extraña pasaba de escuchar Iron Maiden a Silvio Rodríguez (contradicción típica en la sed por indentificarse con las referencias cercanas de los amigos) y de ahí en adelante en medio de los otros gustos musicales, el jazz dejó de ser un mero gusto y se volvió un hermano sonoro persistente que calmaba con creces mi condición de músico frustrado a lo largo de la vida. Hasta aquí paro “buen lector, por que he de poner el ojo en otro asunto” (como diría algún viejo cronista colonial) la diletancia biográfica que tal vez le reste diversión por que este tiene que ser un blog entretenido, ajustado a la desfocalizada y desinteresada lectura digital (sic).
El gran John Scofield

Así pues es que armado con toda simpatía, oído agrandado y cierta emoción infantil Jazz al Parque constituye uno de esos espacios a los que voy con expectativa, oído ansioso y un sincero intento por mantener vivo el ejercicio de comprensión muy difícil de sostener en medio de la distracción o la misma emoción que la música me produce; también con cierto (y quizá suene estúpido), sentido del deber (por que hay que escuchar “lo nuevo” y enterarse de la escena). Esta versión de Jazz al Parque ganó y fue exitosa con la sola presencia de John Scofield (y no por demeritar los aplicados músicos locales) que simplemente no necesita la reseña de un escucha parroquial del altiplano Bogotunjo por que para eso está Joachim Berendt, Leonard Feather y los etceteras apreciológos e historiadores del género que mejores cosas tienen qué decir y mucho más que ellos, lo que muchos llaman ligeramente el lugar de la historia que ya le concedió puesto a John cuando empezó a tocar con Miles Davis en la última etapa musical de su vida. No es mi intención hacer una reseña del festival, y basta con decir que los músicos colombianos (los que tocarón jazz) que concurren en Bogotá para su celebración, nos han dado una muestra clara de aplicación y de talento que sin rodeos y sin contemplación golpean en la cara muchas de las notables babosadas de la pésima industria musical colombiana sobre-esforzada en encontrar las piedras filosofales del equilibrio entre lo que ellos entienden como folklore o una perogrullada pop de tipo telúrico (como si por ejemplo el tropipop o el seudo-rock fuese lo único que se pudiera vender). En medio de semejante concurrencia, el festival estuvo destinado en esta ocasión a los sonidos “nuevos” para cuyo caso invitaron a un grupo chileno de electro-rock muy rapeado (que hasta algunos viejitos se les veía disfrutando) a los meridian brothers y otros (cuyo trabajo tuve la desgracia de conocer en el contexto menos indicado, y no es que me considere un fanático de lo “adecuado”). Siguiendo esto, y para ir al grano voy solamente a describir mi reacción en el momento, para que se entienda mejor la cosa. 
Era ya el concierto final del festival y el escenario cubierto y húmedo de la lluvia no dejaba opción que un final feliz, para música tan tristemente feliz como lo es el jazz; para dicho cierre estaba la Big Band Bogotá, integrada por varios músicos que habían ya sesionado en distintos momentos de la programación. Viejos y adolescentes, niños y niñas grandes, integraban los asistentes sentados en el tapete que asfixiaba el otrora campo de golf del country.
La Big Band Bogotá en su delicioso inicio
antes de ser subordinada al ridículo

Entonces empiezan a tocar y la gente se comienza a parar y todos comienzan a chiflar al ver que no se respeta el acto ceremonioso de escuchar la música en el piso, y el pobre tapete de la concordia se vuelve el tapete de la discordia y el piso de los ansiosos familiares hoolligans de los músicos, gente de los medios, fetichistas de la cercanía, y seguramente algunos fans, armados con cámaras y celulares tratando de tomar una foto, una escena que se repite en los conciertos de más asistencia. De inmediato me prendo el oído al mismo tiempo que me lleno con la vana ilusión de escuchar un standard (y se me ocurre un dicho en ése momento: por el standard se conoce a la banda). Entran entonces las composiciones originales. Unas deliciosas, como las de Edy Martínez, otras simpáticas como los de Maestre y otras no tanto como las de Alf, el extraterrestre; y digo esto por que, quién sabe con qué ganas de parecerse a la Big Band de Bob Mintzer, y algunas bandas jazz funk de los 80ts, muchos pasajes y arreglos terminan más bien pareciéndose al famoso cabezote musical de la inolvidable serie. Entonces pienso que esta vez me dejaron con las ganas de escucharles una del gran Duke, una cancioncita de Hammerstein o Gershwin, un riff de Count Basie, un tema con el que pudiera medir las destrezas del arreglista, en suma, un lenguaje común. Bien que tocaron un tema comunmente interpretado por Pastorius (ya no recuerdo si fué Amerika, o Liberty City) y ahí tuve el contentillo que me hacía falta. Siempre enorme felicidad con los solos de Justo Almario sobre todo. Todo muy bien, con sus altos y sus bajos, hasta que llega al escenario la primera funesta aparición de la noche: en el escenario, depronto sale una mujercita desgarbada, de 1, 54, aprox. con un vestido gris, del estilo de la chimoltrufia (gran personaje, por cierto, así que con respeto de la chimoltrufia sigo). Tiene mirada pendenciera y está armada altaneramente con un saxofón alto.  

Estaba tan absorto que no pude tomarle una foto a la escena del adminículo ruidoso
Entra la orquesta, con un tema minimalista, que alcanza a sonar interesante hasta cuando nuestra folk performer decide dejar de tocar el saxofón (que sin embargo tocaba como una niña de 6 años) para pasarse a un pito de piñata, no se, podía ser un papel de arroz, una mini-vuvuzuela, una tapa de Colombiana la nuestra (por que Postobon es muy kistch) nunca lo sabremos. Al tocar su chillón adminículo, no de cualquier forma, sino incesante, sostenida y alocadamente, depronto la orquesta y sus músicos (unos con notable cara de piedra, otros simplemente con sonrisa irónica) se sumergierón a un segundísimo plano de abyección sonora. Ella se le veía haciendo su papel con dramatismo, haciendo quizá una actuación de falsa yonqui, actuando su seriedad decadente, y con todas las fuerzas de su desgarbo y con su mono-chillido-chirreante tratando de convencer a los asistentes que ella podía revolucionar la forma de tocar el pito de piñata, creyendo que lo hacía de la misma forma que Ornette Coleman lo hizo, para la forma de tocar el saxofón alto, desafinando ciertos tonos. En un suspenso sonoro el pito (el impecable solista de la orquesta) se difuminó. Unos jovenzuelos, fans vespertinos (nuestros amigos habían tocado ése mismo día por la tarde) de los conceptualistas meridianos, entrarón en fragor y arremetierón con un aplauzo, mientras algunos asistentes fruncían el ceño, y otros simplemente se lo tomaban como “teatro” y de forma condescendiente aplaudían de forma mecánica. Solo dos palabras y dos artículos se me podían ocurrir y a muchos asistentes con los que me encontré una mirada de mutua desaprobación, seguro también: Qué-es-esta-mierda?. Pero la cosa no terminaba allí. Con lo que después me enteraría se llamaba “sinfonía municipal” todo acabaría por completarse y valga decir desintegrarse. Mediante un acto en el que incluso, los más fervientes Velandia-Meridianos asistentes no pudieron evitar quedar absortos, otro peculiar individuo saltó a la escena: se trataba de un tipo con un machete, para hacer las veces del director de orquesta en un “acto teatral” (dioses!, fue mi exclamación mientras me llevaba la mano a la cabeza) y entonces literalmente en un acto simbólico llegó a descuartizar todo lo que hasta el momento el pobre Maestre, Justo Almario y Edy Martínez habían logrado para la noche y sin tocar ningún standard. El acto, que nadie entendió, por más experimentado oyente que alguien fuera no podía llegar a entender, después me enteré, consistía en que el tipo con su machete y sus movimientos cantinflescos, dirigía la orquesta haciéndola cambiar de dirección tonal. Y pensar que tan sólo una noche antes había tocado en ése mismo escenario John Scofield, me dije a mí mismo derrotado por un sentimiento entre la risa y la melancolía. 

Durante "La Sinfonía Municipal"; sin duda todo un espectáculo "municipal"
El único que parece disfrutarlo es nuestro "cabeza de hacha" 
Todos de Gala, menos ellos quienes tenían el privilegio
de no pasar por la incomodidad de ponerse  "la hebra"
Menos estrepitoso pero no menos ridículo fue el intento de introducirle música electrónica a un ensamble poco dispuesto y poco preparado para este fin. La Big Band se escuchó forzada a ello. No se trataba de Marcus Füreder (Parov Stelar) ni de Micatone (grupos del electro-jazz) como para poner un ejemplo, donde lo electrónico entra con un equilibrio justo, desde lo electrónico hacia lo acústico. Se notaba el enorme improvise que había dado como resultado la “fusión” (rotulo de por sí fastidioso) de la orquesta, los loops y las pistas. Bueno, no para menos, un tipo que se hace llamar a sí mismo “cabeza de hacha” (el de los loops y el mismo que revolucionó la música nombrando al i-pad como un instrumento) bajo la dirección de otro tipo que se hace llamar así mismo “El ninja de Piedecuesta” (en serio: no es un chiste) ya nos hubiera advertido sobre lo que estaba por venir en su pintoresca presencia en Jazz al Parque. Qué le estaba pasando por la cabeza a los curadores del festival?. Confundían la apertura y la necesidad de atraer concurrencia con introducir “descaches” des-jazzísticos?. Esto, hablando de Velandia y la Tigra y de los Meridian Brothers, últimos a quien conocí (desafortunademente no en vivo) y los que ví en su actuación de Jazz al Parque a través de You Tube. 

GaruJazz
Lastimosamente mi encuentro con ellos fué a través del pito de piñata y el machete que literalmente despedazó el Festival en dos: Los músicos de la escena distrital y nacional, que se pelan los dedos tratando de sacar un tono, de construír un sonido y un estilo propios comprometidos en la ejecución de sus instrumentos desde hace varios años (como Garujazz) y los que vinieron de gorra a sentirse en Hip Hop al Parque y a opacar a los aplicados músicos con un show de lo más simplón, rayando en un ridículo sin nombre, en un espacio donde supuestamente la expresividad instrumental prima sobre las payasadas del pseudo-kitsch y los géneros mano-chaunescos que últimamente abundan con ganas de disputarle el puesto a tipos como Cabas con cierto radicalismo que se ahorra la música para dejar salir “la fusión” hasta que todo se oiga como una pared de Andrés Carne de Res (algunos de ellos hasta cierto punto “cheverongos” para el fondo de una rumbita, no lo niego, como Velandia y la Tigra, Dejuepuchas o Systema Solar). 

En medio de tanta fractura vino John, sabio John, no precisamente el más tradicional de los jazzeros, a recordarnos que el jazz para ser jazz debe tener ciertas reglas implícitas incluso si ellas se dirigen a lograr la libertad total, lo mismo que Terence Blanchard que nos vino tocar en el oído para los actos de desmemoria. Es posible que los curadores se hayan dejado fascinar por lo que los Merdian Brothers describen en su página como “sonoridad experimental no vinculada a algún género en especial y de texturas poco usuales además de textos cargados de ironía surrealista”. Sólo que no pusierón atención a algo que precisamente ellos explican muy bien: una sonoridad vinculada a ninguna sonoridad, es decir, que son recolectores. Reciclaje sonoro no comprometido a ninguna sonoridad pero que en el fondo quiere hacer una muy nice versión de trip hop parroquial. Lo pueden hacer y lo hacen, a veces logran, por lo que he oído, atmósferas interesantes. Pero .. por qué invitarlos a un festival de jazz? lo más antijazzístico que he oído en un festival de jazz serio es Norah Jones y eso es mucho decir. Incluso el buen Acid Jazz y el Nu-Jazz están tan emparentados con el blues y el swing que no necesitan, ni exagerar los recursos electrónicos, ni la fusión. Ahora, “ironía surrealista” significa algo en este contexto? o más bien significa el rótulo snob con el que apodan el “show” que hacen?. Alguién que se autodenomina “surrealista”a sí mismo pienso, tiene graves problemas. Eso ni los surrealistas mismos, y ahí está el mismo André Breton quién se inventó el Dadá para burlarse en el fondo de esa categoría. Confiemos que en el próximo Jazz al Parque haya más jazz que un "Parque", con musiquitas de fondos de helado, sonidos de emisoras encendidas, carros que pasan pitando con pitos de piñata y trabas citadinas debajo de árboles “surrealistas” y “sinfonías municipales” que hablan sobre "imágenes pintorescas de la realidad social colombiana" ( y de lo último mejor ni hablar).