A VECES el cuestionamiento de la pregunta por el pasado me resulta necesaria e incluso he llegado a cuestionar la utilidad analítica de interesarme por un periodo como el de la colonia. La razón por la que lo escogí en un principio, mi interés por éste en épocas del pregrado, nació de una simple y llana intuición, perceptible en la vida diaria de nuestra actual nación (o proto-nación?). La intuición se basaba en la sencilla observación de lo que parecía ser la continuidad incesante de la sociedad tradicional, el mecanismo integrador de sus relaciones sociales y la conservación de las llamadas en otrora mentalidades y su resistencia a desaparecer. Era sobre todo eso, que muchos señalaron pero casi nadie desarrolló con trabajos serios, como la “permanencia hispánica”, un término que ahora puede ser cuestionado, pero que reflejaba con razón una preocupación que se empezó a traer en la boca de los primeros intentos de reescritura de la historia colombiana. Esta introducción puede ser irrelevante y hasta pretenciosa, pero a lo que voy, es que aún hoy, todavía me sorprende la cantidad de analogías (también siempre muy cuestionables) que se pueden hacer con nuestro pasado colonial, y que se pueden “chantar” a la mayoría de las actitudes de un sinnúmero de gente de la vida nacional. El país rural que conocemos, el país desgraciado y empobrecido, a final de cuentas no ha cambiado mucho desde el siglo XIX (a la vez el siglo XIX es el conductor cultural de un orden social que proviene de las condiciones coloniales). Han cambiado múltiples estructuras, sobre todo las económicas, e incluso las formas de violencia, pero aquellas que sostienen el orden cultural más bien poco. En esta ocasión me gustaría referirme con la ligereza repentista que me permite este blog, al asunto particular del empobrecido mundillo intelectual de las elites colombianas. En un estatuto de un colegio en el siglo XVII se leía que quién tuviera derecho a entrar al colegio seminario (las universidades de aquél tiempo) debería probar su origen, ser vecino de la ciudad, ser blanco (o para menos problema tener comprado un título de blancura) en lo posible tener casa con solar, y ser de buenas costumbres, cristiano probo, no tener costumbres “profanas” (de indios o de negro) y jurar defender la filosofía, dependiendo del colegio, de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o cualquier otro filósofo según la órden.
Bien probada fue la observación según la cual, las corporaciones del saber (noción que utilizó Renán Silva para reemplazar el término de universidad colonial) configuraron una elite intelectual, que más adelante fue la base sobre la cual se creo una elite ilustrada y por ende una asociación que controlaba y seguía reservándose para sí, pese a los ideales de educación pública, libertad de conciencia, de la ilustración en tiempos de la independencia, el flujo de los saberes, el acceso a la educación, y el control social de los mecanismos que unían a esas corporaciones con el aseguramiento del orden social político y económico. Esto no prosperaba gracias a una suerte de mecanismo simple con el que pudiera verse la interpretación de cierta clase de marxismos sobre este tipo de fenómenos. Para ello había otras formas sociales que ayudaban a mantener el orden de las jerarquizaciones, formas que un principio, y por no darle mucho crédito a términos como el de “mentalidad colectiva”, fueron fruto de un pacto social real, claramente definible, de los grupos que con ciertos ideales y preocupaciones de no descender en la escala social, se empeñaron en mantenerse como impulsores de la “verdad” en una nación analfabeta. Generaciones de empobrecidos del siglo XIX, nuevos ricos, y antiguos aristócratas criollos, ahora ilustrados republicanos, se empeñaron en detentar no sólo el necesario poder político, sino también el poder intelectual, el derecho a referirse, a pronunciarse, a controlar las universidades, a traer los discursos de moda, a repartirse los cargos culturales y sin querer queriendo como ellos hacen, a no revolver las peras con las manzanas, no revolver la instrucción pública con la educación privada medio siglo después. Y sobre todo a seguir dejando en manos de los ya no tan católicos jesuítas y demás ordenes el control privado de la educación al mismo tiempo que sus descendientes fundaban proyectos “liberales” de educación privada (un verdadero oxímoron). Como en tiempos coloniales la gran lectio y disputatio del conocimiento sublime, el acceso al “conocimiento útil” así sea por demás inútil, pertenece a aquellos sujetos que en la cadena de asociaciones y amiguismos pertencen sobre todo al club de los “vecinos”. Nuestros “vecinos” mucho más tarde son los que publican opiniones en los periódicos, hacen revistas ultra snob y escriben tesis doctorales sin ninguna trascendencia académica en las universidades gringas (que son nuestros nuevos Santo Tomás y San Agustín, nuevos anhelos de imitar los discursos de un imperio que pasó de ser el español al norteamericano). Otro de los elementos que básicamente sostenía esa específica relación entre conocimiento y poder que se daba a través de aquellas corporaciones y asociaciones era precisamente la base tradicional de la sociedad. El “culto” al sabio, a la relación entre saber y doctrina, reforzada por la relación de una imagen sacerdotal del saber (hoy nuestra sociedad todavía es bastante católica sin que existan todos los “practicantes” juiciosos de antaño) desde épocas coloniales ya se traducía en hechos sociales concretos como el del acto público del desfile, un espectáculo ornamental y estamentario en el que concurrían distintos niveles de la sociedad, además de las graduaciones, y el desfile de colegiales, ocasiones que eran aprovechadas para reforzar la distancia social. Parte de la cultura de la ostentación de este y más rituales, era la de la ostentación retórica y polifónica consistente en citar la mayor cantidad de autores griegos, latinos y cristianos que se pudiera sobre ciertas normas retóricas. Otro elemento es el de la aspiración social, el deseo de ascenso social o el temor de descenso social asociada con la erudición. No son los letrados los que por sí mismos se consolidan sino que también es la misma gente del común la que aprueba y ve con buenos ojos que los “sabios” privilegiados sean los que tengan la última palabra aunque la mayoría de las veces se equivoquen, se desfasen y además no hagan casi nada, ni estudien en serio casi nada en la mayoría de los casos. El toderismo ramplón, herencia de una cultura que asociaba la erudición con la autoridad, es el común denominador de nuestros ilustrados viejos y modernos . Aunque hoy a Rafael Gutiérrez Girardot se le pueden endilgar un poco más de un par de imprecisiones históricas y más deliciosa ironía que agudeza en ciertos aspectos de sus observaciones tangenciales sobre la historia de las elites letradas en Colombia, pienso que tenía toda la razón al referirse a éstas como promotoras de los discursos de simulación más que el de crítica y de revisión intelectual en un plano de consolidación de una tradición que produzca verdaderos aportes intelectuales y no los mismos de la cultura de viñeta (como en los años 50’s) la novela light y las revistas culturales nacidas de un simple hobbie de la juventud, en épocas donde dedicarse a la literatura era otra rebeldía a la moda de los niños bien. Sean las proto-novelas históricas de William Ospina, las gaseosas y lunares interpretaciones de las crisis nacionales hechas por Blogoeconomía (los economistas de los andes, dentro del Truth-blog de Juanita) las columnas llenas de citas con olor a chiclets Adams de Alejandro Gaviria, los repentismos adolescentes de Carolina Sanín, la prístina cultura neoyorquina de Andrés Hoyos Restrepo, las bravuconadas grasientas de Daniel Samper Ospina, y la lista puede continuar; ellos son la muestra del tipo de reconocimiento al que muchos aspiran y los modelos sobre los que descanza nuestro ideal “postmoderno” (y fijénse lo anacrónicos que son) de gente “culta”.
Mientras todos nuestros ilustrados de la esfera pública nos convencen de que sus hobbies son algo importantísimo y con trascendencia en la comunidad académica internacional, seguimos convencidos de que su amor a la verdad y sus buenos y malos chistes son la prueba de que en Colombia abundan los intelectuales. Incluso nos vamos a comer el cuento de que ellos representan a la “burguesía” letrada (cuando la mayoría de ellos provienen de familias que hicieron la plata hasta la generación anterior, o son de descendencia gamonal) y por eso se les puede perdonar ciertas insutilezas frívolas cuando se refieren a la “chusma” en términos graciosos; qué se le puede hacer, si ellos nacieron en la cuna del oro. Seguiremos convencidos de que citar al último escritor hindú que nadie conoce, es prueba fehaciente de su rigor y loabilidad. También nos convencerán de que Marx pasó de moda, que a la final todo lo que no suene a nuevo, suena como a “mamerto” y que basta con hacer algunas “lecturas paradógicas” de la realidad para contribuir a que los niveles de ignorancia se reduzcan a sus justas proporciones. En los estatutos de aquél colegio seminario se dejaba en claro que la finalidad de la educación era preparar a los futuros “hijos del reino” destinados a seguir el plan que Dios tenía para el imperio español. Ellos, los nuevos “hijos del reino” a su manera siguen comprando sus títulos de nobleza, siguen peleando como niños por el puesto en la iglesia (hoy en el club) por la visibilidad en el desfile, haciendo lo posible por ir a saludar con alabanzas al oidor de turno mientras en la esfera pública se le critica, mendigando las pautas a cualquier “viejo cacreco”, que, siendo el verdadero hombre de importancia y en casi todos los casos el mecenas (está bien mi chino, te compro la pautica en tu revista), se ríe con holganza, viendo cómo sus opinadores por puro honor a la verdad, le ocultan todas sus cagadas. Tanto unos como otros, los que aspiran a ser como ellos, como los que ya pertenecen a las distintas asociaciones sacerdotales dedicadas a encontrarse para elogiarse mutuamente, permiten el ethos de las formas de chamanismo y culto a la inferioridad, los dos por igual al sentirse frustrados por ser desestimados por quienes consideran sus modelos a seguir, generando un circulo vicioso sólo comparable a la dinámica de la autoregulación social a través del rumor y el chisme en la colonia. En los saloncitos de la pedantería con olor a listerine ya no necesitan ocultar su gusto por las formas modernas de manumision, y son sin duda nuestros dignos representantes de la parroquia a la que ellos llaman país y de la que creen también son dueños, con poca capacidad para asombrarse con la ciencia, y mucha de sobra para asombrarse con los espejos.